Mi comida y la tristeza. #NoSeréNoviaGorda parte 2.

De niña no tuve problemas para comer. En nuestra casa, la frase "no me gusta" nunca aplicó. Mis papás siempre fueron de servirnos el desayuno, la comida y la cena sin opción. La respuesta al "no quiero" era "es lo que hay" o "no es restaurante". Eso me enseñó a comer de todo, y posteriormente, como madre lo seguí utilizando. Mi hijo de 10 años come de todo, sin quejas ni caprichos.

1998. El rencor y la soledad

Mi relación amor/odio por la comida empezó a los 13 años. Víctima del bullying y la soledad con la que me sorprendió mi mudanza a Hermosillo, vinieron los pretextos para faltar a la escuela. Conocí de frente las migrañas, las nauseas y los cólicos. Recuerdo haber pasado decenas de recreos en la oficina de la secretaria de secundaria, a veces sola, a veces con una única amiga. Recuerdo que la secretaria ya sabía que le iba a pedir una aspirina, siempre me tenía lista una aspirina y un vaso de agua. Mi miedo a caminar por los patios y pasillos era constante, triste, pesaroso.

Hubo uno o dos momentos en los que decidí confiar en mis compañeros por alguna circunstancia. Recuerdo un concurso de vencidas, en el que no era la más grande, ni la más fuerte como "Cristinota". Entonces los compañeros decidieron humillarme haciéndome competir contra Cristinota. Aparentemente más débil, y unos 20 centímetros más chaparra, no me moví de mi asiento. El tumulto se trajo a Cristinota a mi escritorio y le gané. En realidad, le ganó la rabia que vivía en mi, sabiéndome inteligente, bonita, culta y fuerte. Mis ganas de golpear a quienes se reían de mi todos los días, se concentraron en mi brazo derecho que doblegó a Cristinota. Ya nadie quiso jugar conmigo, ni volver a retarme.

En ese resentimiento constante y ganas de que se acabara el ciclo escolar para poder huir, me conoció Dagoberto, mi ahora prometido. En todo el transcurso del año me habían tratado de emparejar con los guapos y populares, por el placer de que el guapo y popular hiciera algún comentario despectivo, así que cuando me presentaron a Dagoberto, lo odié, como odiaba a todas las personas que se acercaban. Recuerdo su cara y recuerdo mi enojo, mi desconfianza. No quise saber nada más, me cambié de escuela y espero que me hayan borrado de su memoria todas esas personas que viven en la mía, como la raíz de una tristeza profunda que se enredaba en mis costillas y me ataba al piso.

Ser la de Obregón estando en Hermosillo, o ser la de Hermosillo al regresar a Obregón, me convirtió en una persona que realmente no era de ninguna parte. Fue así como mi rechazo constante a mi realidad de sentirme ser nadie, me convirtió en anorexica. 3 secundarias, 4 preparatorias y 6 meses en Canadá, me llevaron navegando por años y grupos de gente, con el gusto único de aprender lo que las escuelas me ofrecían. Meterme en los libros y las tareas complejas por horas, castigaban a mi cuerpo con una fatiga constante y la falta de comida por "olvido", me mantenían navegando entre el peso de flaca y el mínimo de lo saludablemente permitido.

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Continuará... 

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